PALABRAS PARA MI SILENCIO
Publicado el 13 de Marzo, 2009, 11:15.
en Poesía.
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A Vale y Juan
Pensaré palabras, muchas palabras. Pensaré palabras duras, de metal y piedra, para arrojar o herir, de canto o filo, palabras que al caer se rompen, polvo imposible de devolver la forma sin llamarse olvido, palabras para decir y señalar el nombre propio, no el de las cosas ni el de nadie, sino el que viene al vuelo y la voz lo calla, el temido suspenso para escuchar un ruido, la vida mínima de una mirada que murió en su encuentro, la desnudez de paso que no llegó a saludo. Pensaré palabras contadas en últimas monedas, el pulso a sangre negra de los diamantes, los perros de frontera, los colmillos, el hambre al alza en el mercado libre y palabras hervidas y pensadas, sorbo a sorbo en un viaje alrededor del plato, la palabra fríjol entre los codos rotos, y en la mesa puesta para el pan sencillo o desvistiendo al ajo de su ropaje blanco.
Pensaré palabras, muchas palabras, como la mano oscura que a la frente lleva la vocal en trozos de un problema entero y la palabra lumbre recogiendo el día o la de otros pies para los pies con frío y la de ese segundo transversal que tarda un espejo en devolver el alma y en apagarse la luz liviana de un beso al cerrar el mundo.
Pensaré palabras, muchas palabras, palabras de una sola pieza o desarmables, la que llega a Urgencias sin abrir la boca o escribe sin letras la tristeza es bella y se hace pronombre en un olor de armario, ropa de fiesta y ocasión perdida en la caja sin tiempo de los verbos muertos.
Pensaré palabras, abecedario y desaliento, palabras que me unen a una historia, bicicleta y puerta, teléfono y destierro, la casa y la maleta, la almohada con la trenza, palabras, palabras debidas para anunciar a todos Este otoño ha escrito sus mejores árboles - Archivo. Guardar. Mis Documentos- y yo escribo el hilo de agua que lo canta para añadir, en la noche innecesaria, Melancolía, qué amor se queda cuando yo me duermo.
Pensaré palabras, palabras precursoras del poema, con la dicción cadenciosa de mi madre, cuando acompañé a Gulliver por todo reino y míos fueron enemigos diminutos y gigantes, el estanque desconocido del océano donde luego vencimos a extranjeros, sacudiendo con una mano sus bajeles. A renglón seguido, vinieron otros cuentos, El zorro con las uvas, Esopo y su tortuga, un hombre viejo a cuestas con su asno y Amadís de Gaula en un patio de recreo, hasta que la realidad terminó por fondear la fantasía y el punto más pequeño la detiene. Nadie nos enseñó a ser felices. Sin otra infancia, la vida es un fuera de lugar y su momento.
Y vino el habla de la lluvia. Alguien, en un tiempo remoto, debió juntar sus sílabas e hizo la canción. Y al ritmo de sus gotas juntó las del amor. Yo estudié su poesía en el planisferio sur de una campesina que me bañó en su pelo y me enseñó su ciencia, tiritando su respirar bajo la ducha: - Ahora, mijito, en mi persona no va a ver más a la mujer pobre sino a la rica". Lo acabé de comprender muchos años después, persiguiendo veleros de nieve en el desierto, camino a San Martín de los Andes, Argentina. Todas las palabras son esa mujer. Ninguna es lo que sabe o significa. Debajo de sus sílabas, las yemas de su música se aflautan y palpitan: el óxido es la tarde, la tarde es una playa, la playa son los días que llegan de otra orilla.
Pensaré palabras, sí, muchas palabras, los dos dedos largos para medir la frente, el cabo de la vela y ya veremos, hola y adiós, la tienda de la esquina, Monet y los nenúfares. Pero al final, al cierre de la memoria, no queda ninguna que perdure. Sólo se tiene prestada su sangre y se devuelve. Quizás dos o tres nombres son todas las palabras que un hombre necesita para acompañarse de tan largamente solo en su silencio. Luis Aguilera |